jueves, 8 de agosto de 2013


La efímera vida de una nube
















     Alguna veces, sin saber como ni por qué, de conversaciones banales de sopor playero, salen divagaciones interesantes, observaciones inteligentes y experiencias nuevas.

     Algunas son tan surrealistas que parecen surgidas de una ingesta masiva de alucinógenos o de unas bocanadas apuradas al cigarrito de la risa.

     Esta tarde playera, en esas andaba yo. En un toma y daca de verborrea absurda, entre carcajadas y rumor de olas. De completo relax, que es cuando se disparan mis neuronas si alguien sabe tocar sabiamente el botón que pone en marcha mi imaginación desbordante.

     En medio de toda esa vorágine reparamos, tumbados panza arriba, en que unas nubecillas discretas se iban disolviendo en segundo ante nuestros ojos.

    "¡Vaya! - dije yo - es la primera vez que veo desaparecer a una nube... "

     La verdad es que, al margen de lo que a todos nos explican en el colegio sobre el ciclo del agua, la formación de las nubes y las tormentas, y todo eso, nunca me había detenido a buscar en el amplio cielo la formación o muerte de una nube.

     Y digo bien porque, mientras con cara de pasmada me dedicaba a buscar otras nubes que se evaporaban de repente, una voz me saca de mi ensimismamiento para decirme con premura "¡ mira, mira, y allí se ha formado una porque antes no estaba!".

     ¡Era verdad, un instante antes no estaba!

     Así que, de la forma más tonta, caímos en la cuenta  que nunca antes habíamos asistido al hola y adiós de una nube. De una nube nubecilla, en este caso. Porque las más gordas, esas de algodón blanco reluciente que dan ganas de comer con cuchara, esas ya eran palabras mayores. Puestos a imaginar, tendríamos que levantarnos de nuestra cómoda hamaca para seguirlas allá donde fuesen, para ver como se iban desgajando en otras más pequeñas hasta su total desaparición. Y si se hiciese de noche, seguir viaje con ellas y con el sol para no perderlas de vista. Curioso viaje este.

     En el peor de los casos nos tendríamos que dar la vuelta corriendo porque, si en vez de diluirse en el aire se sumasen a otras para hacerse más gordas y amenazantes, pues... no sería muy agradable verse bombardeado por oleadas de rayos furiosos.

     Menuda paranoia la vivida esta tarde. 

     Pero también me hago eco de una reflexión surgida de esta experiencia aparentemente tonta. La de la importancia de lo leve, de las maravillas que nos rodean y no vemos porque no les damos su debida relevancia o porque no les dedicamos parte de nuestro tiempo. También porque, como hay cosas que llevamos toda nuestra vida viendo, y ya nos parecen normales, pues no nos planteamos de donde salieron ni siquiera notamos cuando ya no están.

     Hasta que, un día cualquiera, una hora cualquiera, arropados por la paz y el mecer de las olas, embriagados de nosotros mismos, afloran más nuestros sentidos y vemos cuan efímera es la vida de una nube.

     Como la mía, como la nuestra.

     








     

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